DOLINA - Espejos
Espejos I
La antigüedad clásica no conoció los espejos. Los sirios inventaron el vidrio soplado cien años antes de Cristo. Pero se trataba de un vidrio opaco. Recién en el siglo XIII, en Venecia, se pudo obtener vidrio totalmente incoloro y transparente.
Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.
En 1.291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.
Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.
Pero como la quietud de las aguas no era frecuente y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía acerca de su fealdad o belleza provenían de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.
El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran diversos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no eran sino puertas que comunicaban un reino con otro.
Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.
Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.
Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrio se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.
Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.
Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?
Cabe la aciaga posibilidad de que otros estén tomando nuestras decisiones sin que nosotros lo sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.
En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.
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Espejos II
Con los medios hay que tener un poco de sana desconfianza; . . . pasa como sucede con los espejos.
Uno crece en la inteligencia de que los espejos devuelven fielmente la imagen de quien se les pone adelante, y es una convicción muy fuerte.
Hasta que por ahí alguien, alguna mano malvada, empieza a fabricar espejos que deforman, espejos que no devuelven la verdad sino la mentira.
Entonces uno a la mañana se va a afeitar y ve una persona rubia -uno que es morocho-, una persona distinta a lo que es uno, y uno tiene tanta confianza en los espejos que incluso prevalece esa confianza por encima de la realidad.
Y uno que se sabe morocho, que ha vivido una morocha vida durante tantos años y que ha andado entre morochos, se ve rubio en el espejo y empieza a asumir rubias conductas.
Yo creo que a lo mejor ha llegado el tiempo de desconfiar del espejo. De desconfiar del espejo y de pensar que a lo mejor los fabricantes de espejos tienen intereses inconfesables que nosotros no conocemos. Intereses entre los cuales figura el de lograr que nosotros nos creamos rubios siendo que somos morochos.
Así que a lo mejor más que mirar al espejo hay que preguntarle al de al lado, al que también es morocho, al que vive como nosotros, a ver cómo nos ve, a ver qué le pasa, a ver qué siente.
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