BUSANICHE J. L. - Santa Fe a principios del siglo XVIII

 

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Habrá podido observarse que el gobierno y administración de las ciudades, más por deficiencia de autoridad y de arbitrios económicos que por determinación del Estado central, dejábase, en gran medida, a los mismos pobladores, quienes veíanse obligados a bastarse a sí mismos, en un ambiente duro, por demás inhóspito y hostil. Algunas ciudades vivían a principios del siglo XVIII (a más de cien años después de su fundación) en continua brega contra el aborigen, y tan desamparadas, que peligraba diariamente, como en el siglo XVII, su propia existencia.

En Santa Fe, por vía de ejemplo, después de una tregua que se debió en mucho a las campañas del gobernador Urízar, de Tucumán, contra los indios del Chaco, reanudaron estos últimos sus ataques por el año 1720, y el cabildo de la ciudad, que no tenía con qué construir una pequeña fortificación, pidió que le fuera concedido a ese efecto, un impuesto especial sobre la yerba que entraba del Paraguay en su puerto, con destino a todo el interior y al reino de Chile. La Real Cédula que así lo concedía se dio en 1726 y hasta 1729 no se puso en ejecución el cobro del impuesto, pero los mercaderes, para eludirlo, preferían navegar hasta Buenos Aires y desembarcar allí su producto, con lo que dejaron burlado el arbitrio y a la ciudad impedida de construir su defensa. Solicitó entonces el Cabildo al gobernador de Buenos Aires que, para dar debido cumplimiento a la Real Cédula y salvar a la ciudad, hiciera obligatorio el desembarco de la yerba en Santa Fe, como se había hecho hasta entonces, pero el gobernador (dando oídos entre otros a los jesuitas que comerciaban en yerba y por lo tanto querían eludir el impuesto) denegó la solicitud.

Indefensa la ciudad y a merced de sus enemigos por falta de un fuerte, muchos pobladores la abandonaron y otros disponíanse a hacerlo para salvar sus familias, cuando un intrépido varón, tan valeroso como prudente y justiciero, se constituyó en salvador de la ciudad. Este fue don Francisco Javier de Echagüe y Andía (hijo del teniente de gobernador don Francisco Pascual de Echagüe y Andía), criollo como Hernandarias, nacido en Santa Fe, que en aquel desesperado tránsito, levantó los ánimos caídos, organizó fuerzas, proveyó a todas las necesidades y no sólo aseguró la defensa, sino que arremetió contra los atacantes, los venció, y una vez vencidos, lejos de pretender exterminarlos, ganó sus voluntades y volvió a Santa Fe acompañado de los caciques, dispuestos estos últimos a organizarse en pueblos pacíficos y a vivir dentro de la religión católica. Como premio a sus afanes por la defensa de la ciudad, Echagüe había sido nombrado teniente de gobernador. “Bien instruido de los parajes, montes y guaridas de sus enemigos -dice un informe del Cabildo al Rey- no sólo defendió de ellos la ciudad, sino que los buscaba en sus mismas situaciones y tolderías, en donde los asaltaba al romper el día o con la claridad de la launa, cuando la había; sin que sus militares ardides y precauciones hubieran podido superar las máximas y sutilezas que tienen los infieles, logrando en fructuoso trofeo de sus fatigas matar a muchos de sus enemigos y sacar de su tiránico cautiverio algunos cristianos. Trabajó aquel valeroso y esforzado campeón con tan infatigable desvelo, que muchas veces parecía insensible a los trabajos e incomodidades negándose las más de las veces al preciso descanso”. La manera con que Echagüe y Andía venció la desconfianza de los caciques, recelosos de tratar personalmente con el vencedor, aún colocados a cierta distancia del campamento cristiano, está descripta en estos animados términos: “Viendo don Javier el recelo que los detenía, se arrojó a un evidente riesgo de su vida porque, separándose de los suyos con sólo el lenguaraz y su ayudante, se encaminó a ellos, y, llegando al frente de su ejército [el ejército indígena], se apeó del caballo, y sentado con los caciques sobre un quiyapí empezó a tratar los conciertos y tratados de paz, repugnándoles los que no eran convenientes a Santa Fe y aceptando los que le eran conducentes, con tal desembarazo y ánimo, que se levantó uno de los caciques y le puso la mano sobre el corazón, a ver si alguna violenta palpitación indicaba sobresalto o miedo en aquel magnánimo pecho que, sin temor a sus enemigos ni horror a la muerte, se mantenía tan sereno como si tratase con los suyos, cuyo conocimiento abatió el orgullo de aquellos bárbaros y les hizo abrazar cuantas condiciones les propuso”. Después de ajustadas las paces “dispuso aquel victorioso jefe … que le acompañasen los tres caciques y algunos indios, sus más allegados, dejando a los demás a corta distancia; … lleno de los mayores aplausos llegó devoto a la iglesia, donde el venerable clero y sagradas religiones le esperaban con continuos repiques de todas las campana a rendir las más sumisas gracias al Todopoderoso Dios y Soberano Señor de los Ejércitos y al glorioso Apóstol de la India [San Francisco Javier], intercesor de sus misericordias. Hecha esta cristiana diligencia, los llevó a su casa, acompañados de todo el pueblo, sentólos a su mesa, vistiólos e hizo con ellos cuantas demostraciones de cariño le fueron posibles, a fin de atraer sus voluntades y las de todos los indios que les acompañaban, manteniendo siempre la ciudad en precautiva defensa”. El padre jesuita Chomé, que estuvo en Santa Fe, poco antes de las campañas de Echagüe y Andía, escribió en 1729: “Los bárbaros guaycurúes se han hecho dueños de todo el país: corren continuamente el campo. No dan cuartel a los que caen en sus manos; cortan al instante la cabeza; la despojan de los cabellos y la piel y erigen de ellas otros tantos trofeos. Nunca están un solo instante a caballo en la misma postura; ya están echados, ya de un lado, ya debajo del vientre del caballo, y atando el freno al dedo grande del pie y con un látigo de cuatro y cinco correas torcidas, hacen correr los más malos caballos”.

No por el buen éxito de estas campañas abandonó el Cabildo sus gestiones para que Santa Fe fuera declarada “puerto preciso”, es decir, puerto donde necesariamente debían recalar y descargar los barcos que conducían yerba del Paraguay destinada al interior y a Chile, todo a pesar de la tenaz oposición del gobernador y cabildo de Buenos Aires. Y tuvo el de Santa Fe la fortuna de que, en 1739, bajo el gobierno de Echagüe, la audiencia de Charcas fallara en favor de la ciudad, declarándola “puerto preciso” para los productos que venían del Paraguay. Con esto pudo Santa Fe cobrar el impuesto que le acordaba la Real Cédula de 1726 para construir sus defensas; la economía interior no sólo fue restaurada sino que en el decurso del siglo se afirmó prósperamente. El viajero fray Pedro José Parras, que llegó a la ciudad en 1751, escribía: “La ciudad siempre ha sido pobre, mas, estos años, ganaron los vecinos una real cédula para que todos los barcos que bajen de la provincia del Paraguay se presentasen en el puerto de esta ciudad y dejasen allí las haciendas. De esto utilizan: lo primero ciertas gabelas que se impusieron a favor de esta ciudad y luego el comercio que allí está establecido, de yerba, tabaco y demás efectos que bajan de dicha provincia, y los que allí no se despachan, si han de venir a Buenos Aires, ha de ser por tierra, para que también los de Santa Fe utilicen el importe de los fletes”.

Buenos Aires protestó contra lo resuelto por la audiencia de Charcas y arguyó diversas razones para terminar con el privilegio del puerto preciso; lo que originó rivalidad entre ambas ciudades, a lo que se agregaron nuevas disensiones por límites de jurisdicción, circunstancias que han de tenerse muy presentes para explicar futuras rivalidades originadas en la vida colonial, y en factores geográficos y económicos, sin que haya sido parte la trivial formulilla de “civilización y barbarie”, echada a correr en pleno siglo XIX con petulancia ridícula por ciertos advenedizos de la cultura. 

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(José Luis Busaniche, Historia Argentina, capítulo X)

 

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