REFUTACIÓN DE REGRESO – Alejandro Dolina
No hay sueño más grande en la vida que el Sueño del Regreso. El mejor camino es el camino de vuelta, que es también el camino imposible. Los Hombres Sensibles de Flores, en sus nocturnas recorridas por las calles del barrio, planeaban volver.
Volver a
cualquier parte.
A la adolescencia, para reencontrarse con los amores viejos.
A la infancia, para recobrar las bolitas perdidas.
A la primera novia, para jurarle que no ha sido olvidada.
A la escuela, para sentir ese olor a sudor y tiza que no se encuentra en
ninguna otra parte.
Volver fue
para ellos la aventura prohibida. Cada noche soñaban con patios queridos y
cariños ausentes. Y cada mañana despertaban llorando desengañados y revolvían
la cama para ver si algún pedazo de sueño se había quedado enganchado entre las
cobijas.
A pesar de
todo, los muchachos de Flores habían aprendido a disfrutar de los regresos
modestos y cada tanto visitaban antiguas pizzerías, veían peliculas de Paul
Muni, cantaban el vals Penas que Matan o examinaban fotos
amarillentas en la pieza de Manuel Mandeb.
Desde luego,
los Refutadores de Leyendas se burlaban de todo esto.
―¡Saluden a los nuevos tiempos! ―gritaban―. El mundo marcha hacia
adelante.
La comparsa
racionalista acusaba a los Hombres Sensibles de retrógrados y conservadores.
Tal vez tenían algo de razón: Mandeb y sus amigos andaban siempre por los
mismos lugares, contaban miles de veces las mismas anécdotas y se divertían
robando nísperos siempre en la misma casa.
―Marchan ustedes a contramano de la historia ―rugían los Refutadores. Y
era cierto. Pero siempre es recomendable recorrer la vida a contramano, sobre
todo si uno sospecha quien ha puesto las flechas del tránsito.
En los años
dorados del barrio del Angel Gris, funcionaba en la calle Gavilán la agencia
Todo para el Regreso. Esta empresa organizaba unos viajes y peregrinaciones
cuyo atractivo principal estaba en la vuelta. Por cierto, solían elegir lugares
horrorosos, con alojamientos míseros y comidas inmundas, precisamente para acrecentar
el deseo de volver cuanto antes.
Pero el
mayor éxito se obtuvo con el Servicio de Recuperación de Vecinos. La agencia se
ocupaba de localizar y entrevistar a pobladores antiguos, alejados del barrio
por las perversas mudanzas. Por un precio razonable se les ofrecía una fiesta
callejera en su viejo vecindario, con la presencia de todos los personajes de
la zona. El servicio incluía la entrega de un pergamino, palabras alusivas a
cargo de empleados de la empresa y llegado el caso, indumentaria apropiada para
que el vecino emigrante pudiera fingir opulencia si lo deseaba.
Existía
―además― un plan superior que contemplaba la reinstalación lisa y llana del
vecino perdido en su antigua residencia. Desde luego, los costos eran grandes y
no resultaba sencillo vencer las dificultades que se presentaban: desalojo del
nuevo ocupante de la finca, abolición de las eventuales reformas, rescate de
los muebles originales y restauración del exacto grado de higiene en que
acostumbraban vivir el cliente y su familia. Para cumplir con esta última
pretensión, a veces había que limpiar y otras veces era necesario juntar mugre.
En realidad,
hay que confesar que durante todo el tiempo que funcionó el Servicio de
Recuperación de Vecinos, solamente una vez se concretó el plan superior. Fue el
famoso regreso de la familia del ingeniero Vaccari a su casa de la calle
Bolivia. Este servicio fue solventado por los amigos del poeta Jorge Allen,
despues de más de un año de colectas, rifas, préstamos a interés y timbas a
beneficio.
No es que a
nadie le importara gran cosa del ingeniero Vaccari. Pero Jorge Allen estaba
enamorado de Leonor, la mayor de sus hijas y no estaba seguro de poder
seducirla en Bancalari.
La historia
no tuvo un final feliz. Leonor rechazó tercamente a Jorge Allen y se entreveró
con un carnicero que venía a rondarla precisamente desde Bancalari. Allí mismo
se fueron a vivir cuando se casaron, un año después. El resto de la familia
Vaccari acabó mudándose más tarde a San Miguel, barrio del que no fueron
rescatados jamás.
El ruso
Salzman, legendario jugador de dados, también supo hacer un negocio parecido.
Sin la intervención de la agencia, se decidió a comprar la casa de su infancia,
ocupada desde hacia años por perfectos desconocidos.
En semejante
patriada, el ruso se gastó la memorable ganancia de una noche gloriosa en el
casino de Mar del Plata. Una vez instalado, comprendió que la inversión había
sido inútil.
―He recuperado mi casa ―dijo―. Pero la infancia, no.
Catorce años
después de haber egresado como bachiller, Manuel Mandeb volvió a inscribirse en
el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
El polígrafo
de Flores estaba entusiasmado con la ida y propuso a sus antiguos compañeros
que hicieran lo mismo, para repetir la época más feliz de sus vidas. No tuvo
mucha suerte: Avila, Capel, Carrasco, Cichoworsky, Donath, Frascarelli, Frezza…
Por orden alfabético todos se fueron negando y presentando sólidos pretextos.
El trabajo, la familia, la distancia, el dinero. De algún modo misterioso
aquellos atorrantes habían contraído la responsabilidad.
Manuel Mandeb no se achicó y comenzó las clases.
Ya el primer
día trató de reproducir episodios divertidos que habían ocurrido antes, pero
las cosas no eran iguales. Sus nuevos compañeros eran bastante chitrulos y se
resistían a secundarlo en sus travesuras. No le llamaban El Turco, sino El
Abuelo. Para peor, algunos profesores creían recordarlo vagamente y no sabían
si confundirlo con su hijo o con su padre.
Logró ―eso
sí― algunas buenas notas y hasta quince amonestaciones. Un día, el jefe de
celadores descubrió la verdad.
―No crea que no lo he reconocido, señor Mandeb. Este es otro de sus inventos.
Yo pensé que el título de bachiller iba a servirle de escarmiento, pero veo que
no es así. Usted es de los que siguen jorobando hasta después de muertos.
Mandeb
contestó llorando:
―Usted es el único que me ha comprendido. Gracias.
―Cállese la boca, señor ―gritó el jefe de celadores―. Vuelva a clase.
El pensador
de Flores fue expulsado poco después. Pero a pesar de su fracaso, la segunda
inscripción es una maniobra que merece ser estudiada por los melancólicos
cabales. Sostengo que con el apoyo de sus viejos condiscípulos, la experiencia
de Mandeb hubiera sido emocionante.
La agencia
Todo para el Regreso se fundió por falta de clientes. En un último esfuerzo,
sus dueños ofrecieron servicios económicos. Eran retornos fingidos, vueltas sin
ida, reencuentros sin ausencia. El interesado podía simular un viaje al Africa.
La empresa se encargaba del recibimiento, los abrazos y las lágrimas. El éxito
fue nulo. Por esos días, Manuel Mandeb escribió su oscuro ensayo Nunca se
Vuelve. Leamos algunos párrafos:
«No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan
quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita, por empezar,
un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve y no hay forma de
detener el Universo. Créanme si les digo que nadie ha efectuado nunca jamás un
verdadero regreso. El hombre que lo consiga cumplirá la hazaña más grande de la
historia».
La idea de
no bañarse dos veces en el mismo río no constituye ninguna novedad filosófica.
Pero adviértase que Mandeb deseaba en verdad volver a bañarse. Ésa fue su mayor
obsesión y siempre lamentó amargamente no poder remontar los tiempos.
Los
Refutadores de Leyendas se alegran de la dinámica universal y esperan el futuro
con impaciencia. Desean liberarse del pasado, romper las cadenas. Pero si esto
encierra la idea de libertad, hay que reconocer que Manuel Mandeb fue mucho más
lejos:
«¿Por qué no puede uno estar en varios lugares al mismo tiempo? ¿Qué es esto de
no poder volver al pasado ni visitar el futuro? ¿Por qué no es posible extraer
de las premisas de la razón las consecuencias que a uno se le antojen?
«Ah, la
libertad… la libertad sin tiempo, ni espacio, ni lógica. La libertad de vivir
todas las vidas, de estar en todas partes, de recorrer las edades. ¿Qué dicen a
esto los libertarios sin frontera?»
Pero las
cosas son como son. Esa es la pena de los Hombres Sensibles. La misma de los
viajeros que no pueden volver atrás. Ellos no han nacido para viajar. Y sin
embargo, ahí andan con la vida llena de extraños, ansiando la inmortalidad,
solamente para poder regresar.
Algunos tratan de no parar: amor… quédemonos aquí… Pero el que no parte también
se queda solo.
En Flores se
suele contar la leyenda de Antón Raffo, quien según parece poseía el Secreto
del Regreso. Mandeb y Jorge Allen llegaron a conocerlo. Es cierto que el hombre
usaba en su conversación algunos giros inquietantes.
―Ya voy a arreglar eso cuando sea un poco más joven.
―He besado muchas veces a Mónica. Pero será mucho mejor cuando le dé el primer
beso.
―Ya estoy harto de nacer, caballeros.
Los
muchachos de Flores no pudieron indagar demasiado. Raffo desapareció y si es
que posee el Secreto, tal vez ande en otros tiempos más prometedores.
Aquí cabe
una modesta reflexión. Aún cuando fuera posible volver al pasado, nada sería
igual. Todos los actos de nuestra vida repetidos minuciosamente, serían
distintos al estar ocurriendo por segunda vez. Esta diferencia es sustancial.
Llevaríamos con nosotros la carga de la experiencia anterior. Nos estaría
negada la ansiedad y la esperanza. ¿Con qué entusiasmo apostaríamos a las
cartas que ya sabemos perdedoras? Alguien dirá: sería preciso borrar la memoria
y volver al pasado sin recordar que ya lo vivimos. Respuesta: ¿de qué sirve
volver si uno no sabe que vuelve? Para el caso es posible pensar que ahora
mismo estamos viviendo por segunda o quinta vez la misma vida.
Quien les
escribe ha soñado muchas veces este episodio:
Camino por la calle Urquiza, en Caseros. Soy como ahora, un grandulón
melancólico. Pero descubro que no estoy en el presente sino en los primeros
años de la década del 50. Llego ante la casa que lleva el número 68 y toco el
timbre. Al rato sale a recibirme un nene mugriento y desconfiado. Soy yo mismo.
Abrazo emocionado al chico. Desde adentro oigo la voz del abuelo que pregunta:
―¿Quién es, Negro?
Nunca he
podido imaginar que algo mejor pudiera ocurrirme. Los funcionarios del paraíso
no tendrán que ponerse en grandes gastos conmigo.
El libro de
aventuras del regreso sigue en blanco.
Ni los
Hombres Sensibles, ni los Pensadores del Eterno Retorno, ni muchos de nosotros
―que a veces creemos volver― hemos podido dar un solo paso. Esto no nos impide
ser dichosos algunas veces, a pesar de todo. Las personas decentes nos piden
madurez y resignación. Quieren que olvidemos nuestras trágicas ensoñaciones.
Pero nosotros no queremos olvidar. Y el que olvide, jamás, jamás podrá ser
nuestro amigo.
Ni siquiera
cuando volvamos a encontrarnos otra vez y para siempre.
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