BERTOLT BRECHT - Loa de la duda
Loa
de la duda
Loada
sea la duda! Os aconsejo que saludéis
serenamente
y con respeto
a
aquel que pesa vuestra palabra como una moneda falsa.
Quisiera
que fueseis avisados y no dierais
vuestra
palabra demasiado confiadamente.
Leed
la historia. Ved
a
ejércitos invencibles en fuga enloquecida.
Por
todas partes
se
derrumban fortalezas indestructibles,
y
de aquella Armada innumerable al zarpar
podían
contarse
las
naves que volvieron.
Así
fue como un hombre ascendió un día a la cima inaccesible,
y
un barco logró llegar
al
confín del mar infinito.
¡Oh
hermoso gesto de sacudir la cabeza
ante
la indiscutible verdad!
¡Oh
valeroso médico que cura
al
enfermo ya desahuciado!
Pero
la más hermosa de todas las dudas
es
cuando los débiles y desalentados levantan su cabeza
y
dejan de creer
en
la fuerza de sus opresores.
¡Cuánto
esfuerzo hasta alcanzar el principio!
¡Cuántas
víctimas costó!
¡Qué
difícil fue ver
que
aquello era así y no de otra forma!
Suspirando
de alivio, un hombre lo escribió un día en el
libro
del saber.
Quizá
siga escrito en él mucho tiempo y generación tras
generación
de
él se alimenten juzgándolo eterna verdad.
Quizá
los sabios desprecien a quien no lo conozca.
Pero
puede ocurrir que surja una sospecha, que nuevas
experiencias
hagan
conmoverse al principio. Que la duda se despierte.
Y
que, otro día, un hombre, gravemente,
tache
el principio del libro del saber.
Instruido
por
impacientes maestros, el pobre oye
que
es éste el mejor de los mundos, y que la gotera
del
techo de su cuarto fue prevista por Dios en persona.
Verdaderamente,
le es difícil
dudar
de este mundo.
Bañado
en sudor, se curva el hombre construyendo la casa
en
que no ha de vivir.
Pero
también suda a mares el hombre que construye su
propia
casa.
Son
los irreflexivos los que nunca dudan.
Su
digestión es espléndida, su juicio infalible.
No
creen en los hechos, sólo creen en sí mismos. Si llega el
caso,
son
los hechos los que tienen que creer en ellos. Tienen
ilimitada
paciencia consigo mismos. Los argumentos
los
escuchan con oídos de espía.
Frente
a los irreflexivos, que nunca dudan,
están
los reflexivos, que nunca actúan.
No
dudan para llegar a la decisión, sino
para
eludir la decisión. Las cabezas
sólo
las utilizan para sacudirlas. Con aire grave
advierten
contra el agua a los pasajeros de naves
hundiéndose.
Bajo
el hacha del asesino,
se
preguntan si acaso el asesino no es un hombre también.
Tras
observar, refunfuñando,
que
el asunto no está del todo claro, se van a la cama.
Su
actividad consiste en vacilar.
Su
frase favorita es: «No está listo para sentencia.»
Por
eso, si alabáis la duda,
no
alabéis, naturalmente,
la
duda que es desesperación.
¿De
qué le sirve poder dudar
a
quien no puede decidirse?
Puede
actuar equivocadamente
quien
se contente con razones demasiado escasas,
pero
quedará inactivo ante el peligro
quien
necesite demasiadas.
Tú,
que eres un dirigente, no olvides
que
lo eres porque has dudado de los dirigentes.
Permite,
por lo tanto, a los dirigidos dudar.
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